sábado, 31 de diciembre de 2016

Ítacas


Kokoro - Gami. Ítaca (Kirigami).



Ítaca

Cuando emprendas tu viaje a Itaca 
pide que el camino sea largo, 
lleno de aventuras, lleno de experiencias. 
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes 
ni al colérico Poseidón, 
seres tales jamás hallarás en tu camino, 
si tu pensar es elevado, si selecta 
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo. 
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes 
ni al salvaje Poseidón encontrarás, 
si no los llevas dentro de tu alma, 
si no los yergue tu alma ante ti.

Pide que el camino sea largo. 
Que muchas sean las mañanas de verano 
en que llegues –¡con qué placer y alegría!– 
a puertos nunca vistos antes. 
Detente en los emporios de Fenicia 
y hazte con hermosas mercancías, 
nácar y coral, ámbar y ébano 
y toda suerte de perfumes sensuales, 
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas. 
Ve a muchas ciudades egipcias 
a aprender, a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en tu mente. 
Llegar allí es tu destino. 
Mas no apresures nunca el viaje. 
Mejor que dure muchos años 
y atracar, viejo ya, en la isla, 
enriquecido de cuanto ganaste en el camino 
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje. 
Sin ella no habrías emprendido el camino. 
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado. 
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, 
entenderás ya qué significan las Itacas.

Constantino Kavafis, versión de Pedro Bádenas de la Peña.






ítaca

                              Ten siempre a Ítaca en tu memoria 
                                            llegar a ella es tu destino...
                                                 Constantino Kavafis


cuando vuelves a ítaca no vuelves a ítaca exactamente 
porque ella no es la misma ni tú eres el de entonces. 
cuando en sueños entras en la casa de la infancia y tu 
madre es esa mujer muy alta de espaldas en la luz, no 
vuelves a ningún sitio de esta tierra, sólo son reflejos, 
lumbres de una isla que navega y te busca a la deriva; 
ítaca entrando en sueños pregunta por tu nombre.

hay noches en que esa isla recala en otros sueños. entra 
en bares o en oscuras estaciones donde se emborracha 
de murmullos, de otras voces, pero jamás deja de so-
ñarte. a veces ítaca encalla en mares aún ignorados por 
nosotros y entonces tienes sueños equívocos y errantes.

a veces ves en sueños el rostro de tu hijo y lo confundes 
con esa foto de tu abuelo: niño en blanco y negro que 
sonríe un mediodía de luz allá en las islas abandona-
das por el hambre. es sólo la imagen de tu abuelo o de 
tu hijo un día desconocido y olvidado para el mundo, 
menos para ti, que sabes que aunque olvidado en un 
cajón, hay otro instante de tu existencia más remota y 
luminosa. 

te despiertas sobresaltado algunas veces. te sientas en 
la cama y ves o hueles el perfume de esa mujer que 
duerme a tu lado con una respiración tan suave como 
el tacto. sientes que tal vez ella es como esa isla: sus 
sueños no te pertenecen. un oscuro bosque de silencio 
se alza tras los párpados cerrados.

te levantas, vas al día. hay voces de gentes que se agi-
tan, trabajas la tierra de otros, no tu tierra. pides que 
no te pisen caminas por la cuerda, caras de clown en 
los semáforos. bailas entras al almacén sin brújula na-
vegas en un cyber. mandas mensajes a telémaco, le di-
ces que arde troya todavía y que anoche, justamente, 
te soñaste con una tripulación encantada cayendo en 
la garganta de caribdis.

al final del día aún buscas algo en estas calles?
el atardecer mancha todo el horizonte y en cierta nube 
crees adivinar alguna de sus formas. 

por un instante estás a punto de recordarlo todo para 
siempre pero las costas de esa isla ya son otras. sustan-
cia desvanecida en la memoria. 

algunas noches sientes, sin embargo, que algo vuelve 
y navega en tu cabeza
la imagen morada del ciruelo florecido tras la escar-
cha.

siempre regresas al patio de la infancia a calmar los 
ladridos de ese perro.

Jorge Spíndola, Perro lamiento luna y otros poemas. Antología personal, Ediciones del Jinete Insomne, Buenos Aires, 2013.






Regreso a Ítaca

1.
Todos sabemos que no volveremos a Ítaca, pero nadie lo dice.
Remamos en silencio, en silencio miramos el viento en velas
o apenas con una muda melodía entre los dientes metemos
          mano en el motor de popa.
Sin ilusiones, con ahínco.
Nadie vuelve a Ítaca, nadie se consuela de eso, y sin embargo 
          apretamos el paso
cuando regresamos. Y esos pasos también nos alejan de nuestro
          destino, si lo tenemos.
Hacemos conferencias, debatimos, hemos escrito libros sobre
         Ítaca, pero ella
no puede sernos más esquiva, más desconocida.
Fruncimos el ceño recordándola, tan ingrata, tan extraña
         a nosotros, pero nosotros
suspiramos por ella, la que tal vez nos ignore.
Es curioso que reconozcamos las piedras del camino,
         cuando lucen nuevas,
o la luz del hogar, cuando lo perdimos.
Más extraño aún que nos reconozcamos al abrir la puerta
y alguien más extraño aún nos reciba
con una sonrisa que llevamos puesta.
Nunca salimos de Ítaca, nos decimos.


2.
Nunca salimos de Ítaca, nos decimos a coro, desdichados,
cuando en verdad la dejamos atrás y para siempre.
Para siempre volvemos, cada vez, y volvemos a partir.
Y cada vuelta nuestra es a una ciudad distinta,
pero no lo sabemos
porque somos distintos.
Las luces nos desorientan, nos guían al peligro, nos quitan
el futuro que no sea este engaño.
Las canciones nos traen la nostalgia
de lo que no tuvimos,
y no las escuchamos cuando fue preciso,
el día en que nuestros labios las dijeron.
Así los días pasan en línea recta
mientras nuestros pasos van en redondo,
ahondándose en la huella que creímos haber hecho ayer,
y es de mañana.


3. 
No te inquietan las sombras de la ciudad, ni el blanco de sus muros,
ni el musgo entre las piedras del pavimento. No te abruma el sol,
ni el polvo de sus caminos o el viento que a veces bate
los árboles junto al río.
No te molestan sus templos, ni sus dioses, ni sus habitantes
altos o menudos.
Sueñas una desgracia, sueñas algo que no puede suceder,
          y te despiertas sin saber
si sucedió ni
dónde está tu ciudad.
Te preguntas por ella como si estuviera ausente,
como si fuera ella un caminante, alguien que erra
por los campos
levantando polvo.
Te paras en un cruce de caminos y observas con atención.
Según lo que esperas de aquello que no ves,
guías tus pasos.
Nada puedes prever, y nada esperas.
Ítaca no volverá, estás seguro,
y te alejas otra vez
llevándote contigo una ciudad llamada Ítaca.

Miguel Gaya, Cabeza de artista, Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2016.














viernes, 30 de diciembre de 2016

HOSPITALES
























Madre en el hospital

aturde por blanca
porque el aire vibra
tenso
a punto de cortarse
la sala de hospital donde mi madre ensaya
otra vez con su muerte
dignidades
modos de mirar las cosas por última vez
agonías

antes de entrar
miro las camas
donde yacen
ancianas
con los ojos licuados
en el blanco de sábanas
y paredes

me cuesta reconocer
entre todas ellas
a mi madre

apenas distingo
entre el blanco de las cosas
una fila de cuerpos blandos
sumergidos en un agua
o una sustancia
invisible
y persistente
desde donde emana
el resuello de la vida
como un solo animal

cansado

Jotele Andrade, La rosa orgiástica, Añosluz, Buenos Aires, 2016.






5

Cuando terminé de cambiarte los pañales
y te ayudé a sentar para que no doliera tanto,
unas diez horas antes de que murieras,
me preguntaste si no había una escena así
en Milagro en Milán
lo negué, dijiste: –Tendría
que haber habido alguna y
me guiñaste un ojo.
Yo lo escribo por si vienen tiempos mejores
por si alguien comprende
o solamente
para dejar constancia.

Lucas Gómez, Para dejar constancia, Qué diría Victor Hugo, Buenos Aires, 2016.






La bolsa negra

Pocos días antes
de que entren dos enfermeras a la habitación Nº 104,
para ponerte en una bolsa y correr el cierre
relámpago

hasta tapar tu vientre, tus pechos, tu cuello, tu mentón, tu nariz,
tus ojos, tu frente,

hasta encerrarte, por orden de esa señora cruel,
en su negra bolsa,

las sienes se retraen, como sie el cuerpo solo
presintiera el vacío de la razón,

el viento sin significado
del pensamiento.

Fabián O. Iriarte, La caja P, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2013.






En la zarza ardiente

Desde esta absoluta oscuridad
veo a mi padre despedirse
con esa dignidad propia
de quien conoció
el mundo y lo habitó.

Acompaño a mi padre
en el gesto de su despedida,
en esta vida de hospitales
donde todo pasado es presente
y el futuro
es nada más
que una conversación.

Atrás quedan
los días de la noche,
las palabras
que debían madurar
para ser ciertas;
queda en el camino
la expectativa
de lo que no sucedió,
la verdad de la belleza,
su cuerpo inaccesible.

Pero ahora es el silencio,
el silencio que grita
el silencio
en la voz del bosque.

Pero ahora es el deseo,
el deseo de que el tiempo
vuelva hacia atrás,
cuando el invierno todavía joven
encendía
su lámpara mágica
y alumbraba el camino
de nuestro alegre porvenir.

Enrique Solinas, Barcas sobre la zarza ardiente, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2016.


























jueves, 29 de diciembre de 2016

LLUVIAS

















Lluvia

Entonces comprendimos que la lluvia también era hermosa.
Unas veces cae mansamente y uno piensa en los cementerios abandonados. Otras veces cae con furia, y uno piensa en los maremotos que se han tragado tantas espléndidas islas de extraños nombres.
De cualquier manera la lluvia es saludable y triste.
De cualquier manera sus tambores acunan nuestras noches y la lectura tranquila corre a su lado por los canales del sueño.
Tú venías hacia mí y los otros seres pasaban:
No habían despertado todavía al amor.
No sabían nada de nosotros.
De nuestro secreto.
Ignoraban la intimidad de nuestros abrazos voluptuosos, la ternura de nuestra fatiga.
Acaso los rostros amigos, las fotografías, los paisajes que hemos visto juntos, tantos gestos que hemos entrevisto o sospechado, los ademanes y las palabras de ellos, todo, todo ha desaparecido y estamos solos bajo la lluvia, solos en nuestro compartido, en nuestro apretado destino, en nuestra posible muerte única, en nuestra posible resurrección.
Te quiero con toda la ternura de la lluvia.
Te quiero con toda la furia de la lluvia.
Te quiero con todos los violines de la lluvia.
Aún tenemos fuerzas para subir la callejuela empinada. Recién estamos descubriendo los puentes y las casas, las ventanas y las luces, los barcos y los horizontes.
Tú estás arriba, suntuosa y bíblica, pero tan humana, increíble, pero, tan real, numerosa, pero tan mía.
Yo te veo hasta en la sombra imprecisa del sueño.
Oh, visitante.
Ya es seguro que ningún desvío nos separará.
Iguales luces señaleras nos atraen hacia la compartida vida, hacia el destino único.
Ambos nos ayudaremos para subir la callejuela empinada.
Ni en nuestra carne ni en nuestro espíritu nunca pasaremos la línea del otoño.
Porque la intensidad de nuestro amor es tan grande, tan poderosa, que no nos daremos cuenta cuando todo haya muerto, cuando tú y yo seamos sombras, y todavía estemos pegados, juntos, subiendo siempre la callejuela sin fin de una pasión irremediable.
Oh, visitante.
Estoy lleno de tu vida y de tu muerte.
Estoy tocado de tu destino.
Al extremo de que nada te pertenece sino yo.
Al extremo de que nada me pertenece sino tú.
Sin embargo yo quería hablar de la lluvia, igual, pero distinta, ya al caer sobre los jardines, ya al deslizarse por los muros, ya al reflejar sobre el asfalto las súbitas, las fugitivas luces rojas de los automóviles, ya al inundar los barrios de nuestra solidaridad y de nuestra esperanza, los humildes barrios de los trabajadores.
La lluvia es bella y triste y acaso nuestro amor sea bello y triste y acaso esa tristeza sea una manera sutil de la alegría. Oh, íntima, recóndita alegría.
Estoy tocado de tu destino.
Oh, lluvia. Oh, generosa.

Raúl González Tuñón




Lluvia

hoy llueve mucho, mucho,
y pareciera que están lavando el mundo
mi vecino de al lado mira la lluvia
y piensa escribir una carta de amor/
una carta a la mujer que vive con él
y le cocina y le lava la ropa y hace el amor con él
y se parece a su sombra/
mi vecino nunca le dice palabras de amor a la
mujer/
entra a la casa por la ventana y no por la puerta/
por una puerta se entra a muchos sitios/
al trabajo, al cuartel, a la cárcel,
a todos los edificios del mundo/ pero no al mundo/
ni a una mujer/ni al alma/
es decir/a ese cajón o nave o lluvia que llamamos así/
como hoy/que llueve mucho/
y me cuesta escribir la palabra amor/
porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa/
y sólo el alma sabe dónde las dos se encuentran/
y cuándo/y cómo/
pero el alma qué puede explicar/
por eso mi vecino tiene tormentas en la boca/
palabras que naufragan/
palabras que no saben que hay sol porque nacen y
mueren la misma noche en que amó/
y dejan cartas en el pensamiento que él nunca
escribirá/
como el silencio que hay entre dos rosas/
o como yo/que escribo palabras para volver
a mi vecino que mira la lluvia/
a la lluvia/
a mi corazón desterrado/

Juan Gelman






Caía una lluvia finísima

Caía una lluvia finísima, que no mojaba, casi. Atamos las muñecas en las ramas, como castigo, las que se habían portado mal. Con un rumor de animalillos se levantaban los hongos de cabeza parda, semejantes a osos; en pocos minutos quedaron más altos que nosotras. Y algo más subía de la tierra, rotas copas, candeleros, de antiguos festivales, que presuponíamos, vagamente.
Y la luna celeste, color limón, andaba con la lluvia. Hasta que vino mamá y la tocó. Y cortaba pimpollos, desató las muñecas; yendo hacia la casa dio un breve grito. Acudimos, puntuales. Y desaparecimos, en su falda, en su vientre.
Y todo quedó en paz.

Marosa di Giorgio






V

Ésta y no otra es la alegría: llueve sobre el mar, sobre la arena, sobre nosotros llueve,
afortunados como niños pese a ser tanta la fragilidad de lo que crece:
sí, llueve sobre el mundo y también en el patio, sobre las baldosas rojas llueve,
y llueve en una isla donde el malecón de roca y piedra aún resiste,
incluso ante el embate de sus propios salvadores:
los condenados a muerte –amigos y enemigos– intercambian miradas bajo la lluvia
y el silencio llueve como ascuas que aún crepitan en los chispazos de la noche:
vuelve a iluminarte, corazón, entrégate a la danza del mar en otros brazos,
aunque la orilla y el horizonte, distantes hasta la indiferencia,
hoy sólo acoten un tajo de huellas sobre el agua.

Alberto Szpunberg






Tras la lluvia el agua corre...

Tras la lluvia el agua corre enloquecida.
Es una trenza cristalina que arrastra,
pegada al cordón, a una espontánea caravana;
ahí va el vasito de café, lo siguen una ramita,
un corcho, una cucharita de plástico y una caja
de fósforos. Van despreocupados, tambaleantes,
hacia la oscura bocacalle; sólo van, es el destino;
van sin propósito, van porque sí. No son
románticos como Shelley, que muere joven,
deslumbrante, bajo una tormenta en alta mar;
son, apenas (como nosotros), lengua cansada,
yerma, de una civilización en retirada. 

César Bandin Ron




Lugar lluvia

Cuando llueve, dicen que la lluvia acaricia el pelaje del mundo,
que el mundo es como un gato que ronronea, como un perro mojado
que ha perdido el olfato pero deambula feliz porque sin dueño.

Cuando llueve, dice que la lluvia es caricia,
pero la lluvia destroza los tejados. En Mar del Plata
la lluvia destroza los tejados.

La lluvia es "el lugar en que se juntan
la pasión y la metafísica": para ganarse la vida a palabras
y la muerte, con silencio. Hay que aguantar la estación de la lluvia.

Fabián O. Iriarte






Las mujeres y la lluvia

cuando niñas vamos sueltas por el patio
y el sol nos persigue de a caballo
pero la luna implacable nos va dejando sus mareas
hasta que nos desvela
y esa noche encontramos
un cántaro 
en lugar de la cintura 

aprendices de machi las mujeres
nacemos así al rocío
listas para mirar los barcos que se pierden
descalzas a la neblina antes de que amanezca
nervaduras de lluvia nuestras manos
levantadas al cielo

te salpicará el amor
parirás sin amarras
y recibirás con ojos arrasados
la visita intermitente de la risa
permanecerá la llovizna en tu vientre
porque no te atreverás a ser la madre
de todos los desamparos
que andan por la calle

caudal desubicado te desarmará
en pájaros que no saben hablar
a borbotones no podrás decir 
lo que quisieras
mejor dejarlo que se derrame despacio
decir 
permiso tengo lluvia y alejarse
a una altura al mar al cielo
hasta que vuelvan a apretarse los musgos
en las profundidades

yo conozco mujeres que nunca se alejan
le abren la compuerta a sus gorriones
y lloran
enjuagan el trapo mojado lo estrujan
limpian con él la tabla y lloran
pican cebollas y más lloran
igual hacen las camas
barren la casa peinan a los chicos
igual lavan
dónde aprendieron

hay otras que se pasan la vida domesticando
a sus pájaros
porque no quieren que irrumpan sin aviso
y los beba el enemigo
guardan su sangre su ausencia quietos en el fondo 
y apuntan con palabras nítidas de cuarzo
que van a dar al blanco

yo a las palabras las pienso
y las rescato del moho que me enturbia
cada vez puedo salvar menos
y las protejo
son la leña prendida de atahualpa
que quisiera entregar a esas mujeres
las derramadas las que atajan sus pájaros
a cambio de un abrazo

una vez en febrero yo estaba ahí
en el campo
y se llovía todo
parecía la furia de cai cai sobre nosotros
el agua estaba helada 
las ancianas prosiguieron el ritual
y tuve que quedarme
hasta cuándo aguantaremos
pará la lluvia dios es demasiada
no la bebe la tierra se atraganta
y somos casi nada
trazos de tiza borrados por el agua

después de unos siglos el sol abrió las nubes
la voz gastada de meridiana epulef
levantó el taill del cauelo

pensé que dios podía ser ese arco iris
o los caballos en fila 
moro zaino pangaré tostado bayo 
saludando al horizonte despejado

huele tan bien la tierra después del aguacero 

Liliana Ancalao




Derrotado por ver la ausencia en la lluvia

La última vez no supo llover.
Todo andaría detrás
pero el pasado reniega de esas gotas.
Queda algo de viento en el ropero.
Queda aún la mano que supo escribir la carta
para después nombrarte.
Nadie va a desvelarse por la ausencia,
a nadie se le escapa un verso ante la lluvia.

El derrotado escribe con la fuerza del agua.

Martín Carlomagno






1-

Podría decir lluvia y que llover sólo fuera eso
una tupida línea de agua
cayendo irregular sobre las cosas
afilando la gubia con que Dios talla las formas
la bífida espina de la noche
su violentada geografía
la tierra anegada pulsando sus terrones
escarbar bajo el tendón del tiempo
desde el jardín entre la escarcha
alinear una a una sobre el hielo las palabras
las letras con las que vengo a nombrarte
el nombre con el que voy a arrojarte
pedazos de aguacero contra el cuerpo.

Sandra Pasquini




Marzo

                                              A Juan Gelman
                                                                    A Daniel Freidenberg

I

ruido en el arranque: polvo/ del embrague sobre el
béndix. afuera, reales, húmedos, bajo el intenso
desde el cielo, caer del agua: rostros, y en el cauce
sobre vidrio, en el lento detenerse del caer, gotas y
esos mismos rostros, espesos, en un pesado des-
hacerse, como quien da, como quien tiende, tem-
blando, al morir. en el frío del agua arden, prome-
tiendo el fuego, la memoria, a la postrera, a la que
los llevare, no dejar, sino, como pétalos arrastra-
dos, hacia el final del curso, polvo y agua sólo
ser, mas agua y polvo enamorados 



II

afuera, bajo el intenso caer desde el cielo: agua y
temblando en el aire, rostros sobre el frío, que dan
ardiendo, al cauce, al polvo, como pétalos arrastra-
dos, bajo lluvia, sin dejar a la postrera, a la que los
llevare, el fuego, la memoria



III

arrasados como pétalos, rostros que tiem-
blan, en el intenso caer desde el cielo: al río
tienden, dan: no polvo, sino agua enamorada




IV 

rostros arrasados como pé-
talos arden, en el frío, y tiem-
blan, en el intenso caer hacia
el cauce: ¿en el cielo?, ¿en el
río?,¿ desde el cielo, en el aire
hacia el río: rostros? rostros:
así en el cielo como en el agua




V

rostros y agua en el aire: cielo.
¿cielo: rostros y agua en el
aire? rostros y agua en el aire:
cielo. ¿y río? rostros y agua en el
aire, sobre el agua del cauce. ¿ros-
tros y agua en el aire, sobre el cau-
ce del agua: río?. río: rostros y
agua en el aire, sobre el cauce. y
rostros y agua en el aire: cielo



VI

cielo en el agua y
tiembla por
rostros




VII

así en el cielo como en el agua: rostros:
rostros no “como” sino pétalos arrasados
en el aire hacia el cauce, ardiendo en el
frío, temblando en el intenso caer, des-
haciéndose, sin dejar a la postrera la me-
moria: fuego sobre agua enamorada



VIII

ahora rostros, pétalos arrasados, cielo, in-
tenso caer, río, temblor, fuego en el agua




IX 

ros-tros a-rra-sa-dos en el cie-lo: pé-
ta-los a-rra-sa-dos en el ai-re: fue-
go tem-blan-do en el frí-o: ar-de
el a-gua e-na-mo-ra-da



se diría hubo rostros en el cielo. al parecer
habrían sido arrasados como pétalos y dado
en intensa caída, temblando, al cauce. se
presume a la postrera el fuego, la memoria no
dejaron. diversas fuentes señalan ardieron en el
frío. varios muestreos indicarían agua enamorada


XI

se diría? al parecer? habrían? se presume?:
hubo rostros, pétalos, arrasados, así en el cielo
como en el agua, y dieron, temblando, en intensa
caída, al cauce, sin dejar a la postrera el fuego.
en la memoria arden. el río/ es de agua enamorada

Ignacio Uranga








miércoles, 28 de diciembre de 2016

PIEDRAS





















La piedra del río

Donde el río se remansaba para los muchachos
se elevaba una piedra.
No le viste ninguna otra forma:
sólo era piedra grande y anodina.

Cuando salíamos del agua turbia
trepábamos en ella como lagartija. Sucedía entonces
algo extraño:
el barro seco en nuestra piel
acercaba todo nuestro cuerpo al paisaje:
el paisaje era de barro.

En ese momento
la piedra no era impermeable ni dura:
era el lomo de una gran madre
que acechaba camarones en el río. Ay, poeta,
otra vez la tentación
de una inútil metáfora. La piedra
era piedra
y así se bastaba. No era madre. Y sé que ahora
asume su responsabilidad: nos guarda
en su impenetrable intimidad.

Mi madre, en cambio, ha muerto
y está desatendida de nosotros.

José Watanabe, La piedra alada, Buenos Aires, Bajo la luna.






I

De endurecer la tierra
se encargaron las piedras:
pronto
tuvieron alas:
las piedras
que volaron:
las que sobrevivieron
subieron
el relámpago,
dieron un grito en la noche,
un signo de agua,
una espada violeta,
un meteoro.

El cielo
suculento
no sólo tuvo nubes,
no sólo espacio con olor a oxígeno,
sino una piedra terrestre
aquí y allá, brillando,
convertida en paloma,
convertida en campana,
en magnitud, en viento
penetrante:
en fosfórica flecha, en sal del cielo.

Pablo Neruda, Las piedras del cielo, Buenos Aires, Losada, 1970.






Las piedras

Esta mañana bajé 
a las piedras, ¡oh las piedras! 
Y motivé y troquelé 
un pugilato de piedras. 
Madre nuestra, si mis pasos 
en el mundo hacen dolor, 
es que son los fogonazos 
de un absurdo amanecer. 
Las piedras no ofenden; nada 
codician. Tan sólo piden 
amor a todos, y piden 
amor aun a la Nada. 
Y si algunas de ellas se 
van cabizbajas, o van 
avergonzadas, es que 
algo de humano harán... 
Mas, no falta quien a alguna 
por puro gusto golpee. 
Tal, blanca piedra es la luna 
que voló de un puntapié... 
Madre nuestra, esta mañana 
me he corrido con las hiedras, 
al ver la azul caravana 
de las piedras, 
de las piedras, 
de las piedras...

César Vallejo, 1918.





Piedra

Lo que dice la piedra
sólo la noche puede descifrarlo

Nos mira con su cuerpo todo de ojos
Con su inmovilidad nos desafía
Sabe implacablemente ser permanencia

Ella es el mundo que otros desgarramos

José Emilio Pacheco





En mitad del camino había una piedra...

En mitad del camino había una piedra
había una piedra en la mitad del camino
había una piedra
en la mitad del camino había una piedra.

Nunca olvidaré la ocasión
nunca tanto tiempo como mis ojos cansados permanezcan abiertos.

Nunca olvidaré que en la mitad del camino
había una piedra
había una piedra en la mitad del camino
en la mitad del camino había una piedra.

Carlos Drummond de Andrade, 1928, versión de Rafael Díaz Borbón. 






El cabalista andante descifra la piedra de la locura

A veces, incluso en medio de una mirada, tropiezo de
golpe con la palabra piedra y me desvío dos sílabas del
camino: la erre es pétrea, y si no fuese por la tibieza de
la mano que escribe suave musgo, oh, suave musgo
entre las gritas de la piedras, el desconcierto del
corazón sería suficiente como para perderme en la
locura: entonces me inclino y cierro los ojos y aun algo
de piedad siempre se encuentra entre las sílabas más
duras, y es más lapidaria la escondida mano que escribe
la palabra piedra que el que la arroja, especialmente si
lo hace al centro infinito del agua, para que las ondas se
extiendan y desborde de una vez por todas la fuente
de las lágrimas.

Alberto Szpunberg, La academia de Piatock, Alción, Córdoba, 2011.






La piedra

Yo soy el que arroja la piedra,
el que le da su ímpetu y dirección,
el que aporta el músculo y la libertad.

Ella es la que cruza el aire
y se clava lejos, donde no se oye
mi voz ni el eco de su partida.

De este lado sólo queda el peso
de una llama que abriga con leves
parpadeos. Del otro lado

está el misterio de la tierra nueva,
los círculos cada vez más anchos
de la nueva edificación.

Pero de eso nada sé: allá no pueden
mis ojos ni mi oído alcanza
a entender su voz. Sólo he visto

que la piedra partió; clavada está
en alguna parte, adonde no llega
mi voluntad, ni la imaginación. 

Rafael Felipe Oteriño, El invierno lúcido, El imaginero, Buenos Aires, 1987.






Tan huesolita que te ibas

tan envidiada de qué sombras la tierra ardía huesolita
la siesta ardía melodiosa tan como ibas tu sonrisa era
una piedra arrobadora y era otra piedra mi costilla
dulcequeamarga solasola cuajada de alta pedrería eran
tus voces tan palomas eran tus manos piedras finas
guitarra tan azuladiosa eras la piedra que acaricia pie-
dra te ibas quién te roba última brisa de la brisa o
flauta mía o leja y rota tan huesolita que te ibas tan
de la gracia mucha y poca si cuando vuelvas ves mis
días oh piedra llena llaga
hermosa!

Juan Carlos Bustriazo Ortiz, Elegías de la piedra que canta (1969), El suri porfiado, Buenos Aires, 2007.







Trasmutación

La piedra tiene memoria
de su estado anterior a roca.
El guano de los pájaros le recuerda
su esencia migratoria.
Muda busca,
honda que la remonte,
hombre que empuñe la honda,

dios, que trace el arco.

Gisela Galimi, Memoria de la piedra, Textos Intrusos, Buenos Aires, 2015.







Lo que las piedras dicen
  

Tanto a mi hijo como a mí
nos gustan mucho las piedras
también a mi padre
sospechamos que guardan algo 
en su memoria 
y que han visto lo posible 
desde la inmovilidad
y podrían contar 
atractivas aventuras
Nadie nos dijo que así fuera
es un augurio genético
y lo vamos transmitiendo
cópula mediante
de generación en generación
Cuando mi hermano 
venga a visitarnos
sé que saldrá a juntar piedras
y dirá ¿viste esta? ¿y esta?
y traerá las que supone 
fueron árboles o raíces
o querrá encontrar incrustado
el resto fósil de un pez 
o de un escarabajo 
y se las llevará a su casa
más allá del peso y del color
o de que antes hayan sido 
pez, vegetal o escarabajo
y por las noches
esperará en silencio
como los demás
que ellas le hablen.

Fernando Belottini, inédito.















domingo, 25 de diciembre de 2016

CINCO LIEBRES










Liebre

Una estrella
me imanta los ojos.

Se escucha un estruendo.
Espero en la luz.



Soledad Castresana, Selección natural, Fondo Editorial Pampeano, Santa Rosa, 2011.






II

para la liebre, la luz de la linterna del cazador
es un pequeñísimo y muy raro amanecer
como cada mañana, se pone frente a la luz
y sabe que debe decir su oración, sabe
que es la hora en que halla rocío en el matorral o
la tibia pelusa de la cría
para la liebre, no encandilada sino sumisa
ante el amor del sol
el tiro de escopeta semeja el sonido
de una bandada disparándose al aire
aún si el fuego penetra su carne
aún si cae, su cuerpo no entiende
el triunfo del que caza, su viciado deporte
entiende, sí, el sueño que le embarga
y eso es siempre así
cada mañana

Elena Anníbali, La casa de la niebla, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2015.





Una liebre

Es una masa trepidante,
un radar de bigotes blandos.
El punto que concentra los saberes de lo vivo,
los movimientos, ese
ir y venir en la materia,
delgada y plana, de la oreja como un parche.
Toda la existencia sobre un cuerpo:
inminencias, distancias, intuiciones,
punzan en el pelaje que recibe
entre sus aspas crudas flechas de aire
amarillo y eriza el tiempo.

Leandro Llul, Maratón, 27 Pulqui, Buenos Aires, 2016.





mi vida como liebre lleva una bala
está en apuros y mira
entre las margaritas aplastadas y el granizo
cómo levanta el día sus alas de la hierba
en este punto de la llanura que desaparece
entre el miedo y la luz
donde el árbol solista canta muy despacio

Dolores Etchecopar, El cielo una sola vez, Hilos, Buenos Aires, 2016. 






En la ruta

Volviendo de Los Coihues
una liebre marrón cruza y a saltos
desafía velocidad y ruedas,
la eternidad hecha asfalto.
Veloz aparición
en la primera hora de la tarde:
una línea de puntos en el aire
delante de mis ojos.
Liebres,
aún siguen ahí,
y saberlo
me hace sonreír.
Seguro hay otra cerca.
La liebre es solitaria
pero se mueve en pareja.
Esa presencia
pone a las cosas
que daban vueltas
por mi mente
en un mejor lugar.
Logra
que yo vuelva a pensar
en el poema.
Que sienta otra vez
su inminencia riesgosa,
su zigzagueante acecho,
su perfecto señuelo.

Graciela Cros, Pampa de Huenuleo, Ediciones en Danza, en prensa.